Blog del ciudadano Javier Sánchez

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Acerca de lo público, lo común y lo ajeno

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Hace algunos días atrás un noticiero nocturno mostraba como gran novedad sociológica el efecto que producía entre los transeúntes el que dos muchachas, ataviadas sólo con sus bikinis, se instalaran a tomar sol en un parque de Santiago. Los efectos eran, por cierto, los esperables: mucha mirada como sin querer, algunos mirando al pasar, otros definitivamente quedándose estacionados para observar a las jóvenes que, como debía ser para que el experimento resultara, no se daban por aludidas. Se señaló que tal intervención socio-urbana se había realizado a partir de una situación similar que días antes habían generado espontáneamente unas turistas y que había ocupado el interés de algún diario farandulero.

Sin embargo, más allá de la apreciación que se tenga sobre esta algo repetida experiencia, pareciera ser que lo que se instala siempre en el debate ciudadano y medial es el uso, o derechamente la apropiación, del espacio público. Porque en un país como Chile donde todavía hay que pedir “permiso” a las autoridades políticas de turno para marchar, manifestarse o simplemente reunirse en torno a un tema o actividad, ciertamente muchos terminan sintiéndose entre incómodos, asustados y avergonzados incluso cuando son otros los que hacen uso del espacio público, que casi nunca es completamente público, pues siempre hay alguien que puede poner reglas y establecer límites cuando no prohibiciones.

Es lo que siempre sucede, por ejemplo cuando por alguna razón en alguna comuna no se retira la basura el día establecido: la basura empieza a acumularse en las esquinas, en los sitios eriazos o colapsa los contenedores, porque la gente, los vecinos no dejan de sacar “su” basura el día fijado, aún cuando sepa que el camión no pasará. Ahí es cuando “su” basura pasa a ser “la” basura, es decir una basura que ya no es mía, sino de nadie. Por cierto, esos mismos habitantes son los que luego aparecen en las pantallas clamando por una pronta solución al complejo cuadro sanitario que estas situaciones siempre generan, alegando por la aparición de vectores y por el riesgo para su familias debido a “la” basura amontonada, siempre omitiéndose el como ésta llego al espacio público compartido.

Es también, de alguna manera, lo mismo que sucede cuando lo que se levanta sobre las calles  (el espacio público) ya no son bikinis o basura, sino demandas por educación o salud pública  decente, de mejor calidad y gratuita para la mayoría de los chilenos: inicialmente la opinión de las personas es siempre favorable a tales reivindicaciones, pues se entiende que al decir salud o educación “pública” se está hablando de derechos (no solo servicios o prestaciones) para todos quienes lo necesiten, es decir se trata de derechos comunes. Sin embargo, las prolongaciones de muchas de las formas de movilización desplegadas para hacer llegar el mensaje a una autoridad cada vez más impermeable a tales peticiones ciudadanas, dichos planteamientos comienzan a ser considerados por algunas personas, pero especialmente por los medios de comunicación, como una forma de afectación del espacio público común, que como es de suponer también utilizan a diario aquellos que quieren “estudiar y trabajar tranquilos”.

Es decir, nuevamente lo público transmutado de propio a común, para terminar en ajeno.

Quizás uno a estas alturas ya no debiera sorprenderse de este tipo de mutaciones socio-culturales que se expresan en Chile, toda vez que para eso, entre otras cosas, los que hoy abominan de la violencia y buscan construir entelequias legales para perseguir a esos delincuentes que usan capucha y quieren subvertir el actual estado de cosas sin impregnarse del espíritu de los consensos y de los grandes acuerdos pensando siempre en el bien superior de la patria, promovieron el sangriento golpe de estado que terminó con la vida y el paradero de miles de chilenas y chilenos y refundó institucional y constitucionalmente el país.

Porque no deja de ser curioso, por decirlo en suave, que sigamos siendo seguramente el único país donde el transporte público no es público, sino privado y donde el erario nacional, es decir las platas públicas, es decir de todos nosotros, subsidia más de 60 millones de dólares mensuales para que los operadores del Transantiago y de sus hermanos menores de regiones tengan garantizados sus ingresos. Pero de política pública real en materia de transportes, nada.

Porque volviendo al tema de la educación, ésta sigue llamándose pública sólo porque está administrada en un porcentaje cada vez menor por los municipios que no son privados (aunque algunos lo parezcan), y porque al igual que en el caso del transporte es el sacrosanto estado subsidiario el que inyecta millonarios recursos por la vía de las subvenciones (en todas sus denominaciones) para garantizar no la calidad, ni la equidad, ni la dignidad de la educación que se recibe, sino para que se puedan pagar el sueldo de los profesores y las cuentas de luz y agua en los municipios, y para garantizar los modestos ingresos (en ningún caso se les ocurra usar el ofensivo concepto lucro) que se ven obligados a recibir aquellos emprendedores que son dueños de colegios subvencionados y cuyo fin es  ser desinteresados colaboradores de la función educativa. Pero de política pública real en materia de educación, nada.

Este año, con seguridad, se viene con todo una “ideológica” y “politizada” discusión pública (que algunos quisieran fuera lo más privada posible) sobre el proyecto de ley de pesca que presentó el ejecutivo para reemplazar la ley de límites máximos de captura por armador que lleva las firmas de Lagos y de Rodríguez Grossi. Nuevamente se trata de recursos de todos que están en un espacio patrioteramente declarado como de todos, pero que de nuevo, en los hechos, se trata de recursos de los que usufructúan algunas pocas familias y que, como si fuera poco, ahora quieren (al igual como lo indica el proyecto del gobierno) que sus  pretendidos “derechos” sean perpetuos. Es decir, ahí tenemos de nuevo mucho ruido, pero de política pública en materia pesquera, nada.

Y para qué hablar de la seguridad en las calles o “seguridad pública” porque se trata de una actividad casi expropiada por el ministerio de interior del gobierno que sea, pues es un tema que las encuestas siempre señalan como rentable socialmente, aunque al final se reduzca a la vieja fórmula de endurecer todas las leyes posibles e inventar algunas otras para que los “antisociales” terminen tras las rejas, curiosamente de cárceles privadas (o concesionadas como se les dice eufemísticamente), es decir personas que pierden su libertad por acción de leyes públicas, la seguridad pública, la fuerza pública y el ministerio público, para terminar siendo internos de penales privados. Claramente lo que sucede al interior de estos recintos, las condiciones en que viven estas personas es algo que a la opinión pública, en general, salvo que haya alguna tragedia que implique muchas muertes, no le importa demasiado.

Y valga citar también como ejemplo a la denominada “opinión pública”, que en realidad para el caso chilensis corresponde a lo que opinan y buscan instalar en la sociedad los medios de comunicación en función de sus intereses políticos y económicos más pedestres (o los que representan) y para que lo que se amparan en herramientas igualmente “neutrales” como las cada vez más abundantes encuestas de opinión, que aunque en general nunca entrevistan a más de un millar y medio de personas a nivel nacional, sus resultados terminan extrapolándose siempre a toda nuestra sociedad (aunque ello pueda ser metodológica o estadísticamente posible), haciéndolos aparecer como el verdadero sentir y pensar de los chilenos. Nuevamente lo público deja en este caso de serlo, para ser simplemente opinión particular con complejos totalizantes.

A veces da la sensación de que cuando se habla de “lo público”, del “espacio público” o de “la cosa pública” no se está hablando de espacios que por definición debieran entenderse como de todos, sino más bien como espacios que no son de nadie (o casi nadie, porque como dijimos antes, siempre hay alguna mano legal o moral que busca intervenir, condicionar o sancionar). Claramente todo un síntoma de la sociedad cada más invidualista y privatizada en que vivimos y que como casi siempre ocurre, siempre termina quejándose de los efectos que ella misma genera.

¿Quién mató a Pamela?

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La sociedad chilena declaró sentirse impactada por la muerte de Pamela Pizarro una niña iquiqueña de 13 años, quien se suicidó -dice la versión oficial- debido al hostigamiento de que era objeto por un grupo de compañeras de curso. Más tarde otras menores tomaron idéntica decisión, agobiadas -se señala- por exigencia de notas, padres maltratadores y alcohólicos, o como mostró la encuesta de salud escolar realizada por la OMS el 2004 en cuatro regiones del país a más de 8 mil niños entre 13 y 17 años, por sentirse solos y deprimidos.

Sin embargo, tras el declarado impacto inicial, los mismos medios que enviaron corresponsales y dedicaron titulares y páginas principales a la violencia escolar, como se le ha denominado, han vuelto con rapidez a los programas de baile, a los dramas y romances de la farándula, futbolistas incluidos, y al culto a la tontera y al consumismo. Sin embargo, una vez más se deja pasar, intencionalmente por supuesto, la oportunidad para haber discutido acerca del verdadero tema de fondo: ¿de quién es la responsabilidad por la muerte de Pamela?.

La respuesta más fácil sería, sin duda, que la culpa es de las compañeras que la molestaban; otros dirán que de los profesores que no se fijaron ni pusieron atajo a la situación, que no era sólo “un mechoneo”, como dijo la directora; otros más incisivos dirán que la responsabilidad es de los padres por no haber dimensionado a tiempo lo que pasaba, seguramente por falta de tiempo y de comunicación. Otros más audaces, dirán que todas las anteriores, y además un sistema educativo que no da cuenta de estos complejos procesos, por estar más preocupado de las matrículas y la subvención.

Sin embargo nadie dijo, ni dirá que los culpables somos todos, como sociedad, porque no hemos sido capaces de construir una forma de vida, de convivencia y de resolución de conflictos adecuada. Porque a lo mejor es cierto que los padres pasaban poco tiempo en la casa, pero ¿sería por gusto?, o porque para poder mantener un hogar con varios hijos y costearles una educación digna y decente requiere que ambos padres trabajen y pasen muchas horas fuera del hogar. Y a lo mejor es cierto que los profesores no se preocuparon lo suficiente, pero ¿será porque muchos de ellos deben trabajar muchas horas semanales o en varios colegios para tener un sueldo justo?. A lo mejor también es cierto que el sistema educativo está en crisis y que mientras no se refunde un nuevo marco que reemplace a la dictatorial LOCE será el financiamiento del sistema lo único que importe.

¿Y qué salida o respuesta ofrecemos como sociedad para enfrentar estos tristes y graves hechos?. Ninguna verdadera. La única respuesta colectiva sigue siendo una sociedad cada día más consumista y mercantilista que sólo ofrece a los jóvenes la oportunidad de competir por todo, a veces a costa de tener que sacrificar a otros para alcanzar sus metas. Nuestra propuesta de convivencia social se parece más a las lógicas de la mafia que a una forma de organización social. Porque para subir (es decir tener dinero, estudios, consumo, lujos, viajes y todo ese mundo falso que se oferta) la mayoría de las veces hay que dejar a alguien en el camino, con buenas o malas artes.

La baja sindicalización no tiene sólo que ver con una crisis de ese ámbito o falta de liderazgo, ello también es un reflejo del individualismo exacerbado, que siempre ve al otro como un problema o un competidor, no como un igual, con los mimos derechos y aspiraciones. Para tener el ascenso o el aumento, mejor negocio solo, los demás…problema de ellos, para que se meten en leseras. La ley de la selva, no es sólo un discurso, es una forma de vida que se ha instalado entre nosotros, desde que se pelea el cupo en el jardín infantil hasta para lograr el mejor lugar en el cementerio.

Nuestra sociedad, que premia la superficialidad, donde los íconos son los futbolistas, las vedettes y prostitutas que los rondan, los opinólogos y los bailarines de cualquier programa que ofrezca la oportunidad de tener los llamados 15 minutos de fama, tiene como el mejor ejemplo de hombre exitoso a Kike Morandé, quien ha construido una fortuna a costa de mostrar sistemáticamente potos y pechugas sin mucha neurona, a quienes del otro lado de la pantalla sólo buscan olvidarse de las deudas y la mala calidad de vida.

Es lamentable que nos neguemos a discutir y visibilizar estos problemas que, de manera efectiva están en el fondo de hechos como el suicidio de Pamela. No es un dato irrelevante que la encuesta de la OMS haya detectado que un 20% de los estudiantes de entre séptimo básico y cuarto medio haya pensado en suicidarse, y porcentajes muchos más altos estén “metidos” en la droga y en el alcohol como forma de evadirse.

Como dice la canción “¿quién mató a Carmencita? que Víctor Jara compuso en 1969: “Apenas quince años y su vida marchita / el hogar la aplastaba y el colegio aburría / en pasillos de radios su corazón latía / deslumbrando sus ojos los ídolos del día. / Los fríos traficantes de sueños en revistas / que de la juventud engordan y profitan / torcieron sus anhelos y le dieron mentiras / la dicha embotellada, amor y fantasía…”

Entonces, ¿quién mató a Pamela?.

Written by ciudadanojaviersanchez

enero 2, 2009 at 19:40

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