Blog del ciudadano Javier Sánchez

"Lo mejor del mundo es la cantidad de mundos que contiene", E. Galeano

Archive for May 2010

Ni ideas, ni carreta, ni bueyes

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Durante la última campaña presidencial, una de las frases más reiteradas por parte de la Concertación fue: “no da lo mismo quien gobierne”. Con ello se pretendía apelar a un supuesto abismo de diferencias con la derecha.

El pasado 21 de mayo párrafos enteros del discurso de Piñera sonaban parecidos a algunos de Lagos o de Bachelet. La actual oposición lo acusó de estar gobernando con ideas concertacionistas. Longueira, salió al ruedo y dijo: lo que pasa es que la Concertación gobernó usando ideas que siempre fueron nuestras.

Hasta hora nadie ha desmentido al senador gremialista.

Y como si eso ya no fuera bastante Mariana Aylwin se integra al staff de asesores de Lavín en Educación; Patricio Tapia, esposo de la ex ministra Claudia Serrano, opta por quedarse en la gerencia de Correos; Sapag ya había decidido permanecer en la Conama hace rato y el inefable Jorge Rodríguez Grossi acepta, humildemente, dejar la presidencia de EFE para integrarse al directorio de BancoEstado. O sea, parece que para algunos sí daba lo mismo quien gobernaba.

Eso, sin contar los que antes de la derrota de la Concertación ya algunos habían encontrado algún nicho, como dicen los economistas, en el sector privado: ahí están los Aninat, los Estévez, los Pickering y los Sandoval para dar testimonio.

Hasta ahora, el único intento de explicación sobre esto es que, a diferencia de la “traición” de Ravinet, que aceptó ser ministro del gobierno de derecha, es que los otros son cargos “técnicos”, no “políticos”, ergo, no serían funcionales a la derecha, sino que al “bien común”. Ciertamente hay una actual abundancia de personas que desarrollaron un perfil altamente técnico en los últimos 20 años.

La base partidaria concertacionista no entiende bien que pasa: entonces, ¿daba lo mismo o no daba lo mismo quien gobernaba?.

Para enredar más la cosa, los partidos de la oposición que se encuentran en procesos eleccionarios internos muestran una fuerte tendencia al “consenso”, que tal como en el caso del PPD significa, ni más ni menos, que no hacer elecciones, negar el debate y las opciones, negociando la gobernabilidad off course. Es decir, la militancia que pueda ser acarreada, en el PPD, el PS o la DC sólo servirá, una vez más, para legitimar una decisión que mesiánicamente tomaron tres o cuatro barones o príncipes en algún café o cena privada.

O sea, en vez de dar alguna señal de vida, la Concertación insiste en dar señales de suicidio.

Para complejizar más este difuso cuadro donde la nueva oposición ni siquiera tiene vocerías claras, Ignacio Walker dice que no es posible para la DC seguir pensando en alianzas hacia la izquierda y que ni en sus peores sueños hablará con Arrate y MEO. A lo menos, el senador dice lo que él y sus camaradas más cercanos de verdad piensan.

En el PS la cosa está igual de enredada. Ya no sólo se trata del clásico dilema entre laguistas y no laguistas, sino que entre laguistas, escalonistas y bacheletistas, contra los anti de cada uno y entre ellos mismos. Ello explica en parte las novedosas alianzas y pactos internos que se han ido materializando. En este caso es difícil que se llegue a una mesa de consenso, porque ello significaría que ni con los acarreos más masivos imaginables (que ya no cuentan con muchos subsidios) se superaría el escueto 25% de participación de la elección pasada.

Así las cosas, lo que tenemos es un escenario donde la Concertación intenta reinventar algunos liderazgos, porque la mayoría ya no tienen nada de novedosos, pero manteniéndose firme en su orgullosa posición de no asumir ninguna culpa por la derrota. Ahí están MEO y otros demonios para exorcisar las responsabilidades de quienes se niegan a asumir que tras 20 años co-gobernando con la derecha (en algunos casos por obligación y en otros por opción) lo que hicieron fue legitimar el discurso neoliberal, que encontró tierra fecunda en la sociedad que la propia Concertación ayudó a despolitizar con el clientelismo, con la nula autonomía partidaria, con el abandono de programas y principios, renunciando a ser la base de la contracultura democrática. Como dice el profesor Atria: manteniendo el discurso “progresista” (que todavía no se sabe bien que significa), pero en los hechos apenas maquillando el modelo ajeno que se administraba.

Creer que la solución se reduce a ganar las elecciones del 2013 es de una ingenuidad penosa. Ciertamente ya no bastan los discursos, pero de acciones concretas poco se sabe. Hay algunos que al parecer ya asumieron que la alternancia -por supuesto sin tocar el modelo- no es tan traumática y garantiza la gobernabilidad siempre tan bien valorada por el FMI, el Banco Mundial y otras instituciones que pavimentarán nuestro camino al desarrollo.

Lo que muchos no logran ver es que esa sociedad consumista, individualista y pragmática que ayudaron a edificar sobre la base de las cifras macroeconómicas, el superávit fiscal, los subsidios y un sistema de protección social que más bien parece un muro de contención para la pobreza que el sistema exige, no está preocupada de lo que hacen o dicen los partidos (con suerte los militantes). Ya no se trata sólo de un problema de “comunicación”, sino de miradas, proyectos, caminos y sueños que no coinciden.

La gente, cansada de esperar la utopía motivadora de las justas luchas, optó por la sobrevivencia aspiracional a punta de deudas que el sistema le ofrece. En pocas palabras, la gente ya no sólo no tiene sueños compartidos. Lo peor es que muchos ya ni siquiera tienen esperanza y eso se aprecia a simple vista.

La DC olfateando anticipadamente que mantener la Concertación en el actual estado es derrota garantizada en las próximas municipales, parlamentarias y presidenciales ha comenzado a mirar sin mucho pudor hacia la derecha. Forzar una unidad falsa para tratar de salvar lo que quedó luego del tsunami electoral no parece ser la mejor solución. Tal vez no sea mala idea pensar más en acuerdos electorales a partir de las propias identidades, incluyendo a todos los sectores que no son de derecha, para generar nuevas mayorías.

El problema parece ser que aunque a algunos les duele la guata reconocerlo es que, como decía Longueira, muchos ya no tiene claro si las ideas del actual gobierno eran de la Concertación o la Concertación las adoptó tras las negociaciones de 1988, cuando aceptó esta democracia castrada que tenemos y que ahora, sin cargos, muchos dicen no compartir.

Al parecer el problema está en que ya ni siquiera se trata de la vieja y equivocada práctica de poner la carreta delante de los bueyes, sino que sencillamente, no hay ideas, ni carreta, ni bueyes.

Written by ciudadanojaviersanchez

May 30, 2010 at 18:37

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A un año de la partida del maestro…

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Poetas y poesía

Por José Saramago

No será con todos ni será siempre, pero a veces ocurre lo que estamos viendo estos días: que, porque ha muerto un poeta, aparecen en todo el mundo lectores de poesía que se declaran devotos de Mario Benedetti, que necesitan un poema que exprese su desconsuelo y tal vez también para recordar un pasado en que la poesía tuvo un lugar permanente, cuando hoy es la economía la que nos impide dormir. Así, vemos que de repente se establece un tráfico de poesía que habrá dejado perplejos los medidores oficiales, porque de un continente a otro saltan mensajes extraños, de factura original, líneas cortas que parecen decir más de lo que a primera vista se cree. Los descifradores de códigos no dan abasto, demasiados enigmas para descodificar, demasiados abrazos y demasiada música acompañando sentimientos que son demasiados: el mundo no podría soportar muchos días de esta intensidad emocional, pero tampoco, sin la poesía que hoy se expresa, seríamos enteramente humanos. Y esto, en pocas líneas, es lo que está sucediendo: murió Mario Benedetti en Montevideo y el planeta se hizo pequeño para albergar la emoción de las personas. De súbito los libros se abrieron y comenzaron a expandirse en versos, versos de despedida, versos de militancia, versos de amor, las constantes de la vida de Benedetti, junto a su patria, sus amigos, el fútbol y algunos boliches de trago largo y noches todavía más largas.

Murió Benedetti, ese poeta que supo hacernos revivir nuestros momentos más íntimos y nuestras rabias menos ocultas. Si con sus poemas salimos a la calle – codo a codo somos mucho más que dos -, si leyendo “Geografías”, por ejemplo, aprendimos a amar un país pequeño y un continente grande, ahora, según las cartas que llegan a la Fundación, se recuperan momentos de amor que dieron sentido a tiempos pasados, y quién sabe si presentes. Eso también se lo debemos a Benedetti, el poeta que al morir hizo de nosotros herederos del bagaje de una vida fuera de lo común.

http://cuaderno.josesaramago.org/2009/05/19/poetas-y-poesia/

Written by ciudadanojaviersanchez

May 16, 2010 at 18:34

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El imperio del consumo

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Por Eduardo Galeano

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos?

La explosión del consumo en el mundo actual mete más ruido que todas las guerras y arma más alboroto que todos los carnavales. Como dice un viejo proverbio turco, quien bebe a cuenta, se emborracha el doble. La parranda aturde y nubla la mirada; esta gran borrachera universal parece no tener límites en el tiempo ni en el espacio. Pero la cultura de consumo suena mucho, como el tambor, porque está vacía; y a la hora de la verdad, cuando el estrépito cesa y se acaba la fiesta, el borracho despierta, solo, acompañado por su sombra y por los platos rotos que debe pagar. La expansión de la demanda choca con las fronteras que le impone el mismo sistema que la genera. El sistema necesita mercados cada vez más abiertos y más amplios, como los pulmones necesitan el aire, y a la vez necesita que anden por los suelos, como andan, los precios de las materias primas y de la fuerza humana de trabajo. El sistema habla en nombre de todos, a todos dirige sus imperiosas órdenes de consumo, entre todos difunde la fiebre compradora; pero ni modo: para casi todos esta aventura comienza y termina en la pantalla del televisor. La mayoría, que se endeuda para tener cosas, termina teniendo nada más que deudas para pagar deudas que generan nuevas deudas, y acaba consumiendo fantasías que a veces materializa delinquiendo.

El derecho al derroche, privilegio de pocos, dice ser la libertad de todos. Dime cuánto consumes y te diré cuánto vales. Esta civilización no deja dormir a las flores, ni a las gallinas, ni a la gente. En los invernaderos, las flores están sometidas a luz continua, para que crezcan más rápido. En las fábricas de huevos, las gallinas también tienen prohibida la noche. Y la gente está condenada al insomnio, por la ansiedad de comprar y la angustia de pagar. Este modo de vida no es muy bueno para la gente, pero es muy bueno para la industria farmacéutica. EEUU consume la mitad de los sedantes, ansiolíticos y demás drogas químicas que se venden legalmente en el mundo, y más de la mitad de las drogas prohibidas que se venden ilegalmente, lo que no es moco de pavo si se tiene en cuenta que EEUU apenas suma el cinco por ciento de la población mundial.

«Gente infeliz, la que vive comparándose», lamenta una mujer en el barrio del Buceo, en Montevideo. El dolor de ya no ser, que otrora cantara el tango, ha dejado paso a la vergüenza de no tener. Un hombre pobre es un pobre hombre. «Cuando no tenés nada, pensás que no valés nada», dice un muchacho en el barrio Villa Fiorito, de Buenos Aires. Y otro comprueba, en la ciudad dominicana de San Francisco de Macorís: «Mis hermanos trabajan para las marcas. Viven comprando etiquetas, y viven sudando la gota gorda para pagar las cuotas».

Invisible violencia del mercado: la diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda. La producción en serie, en escala gigantesca, impone en todas partes sus obligatorias pautas de consumo. Esta dictadura de la uniformización obligatoria es más devastadora que cualquier dictadura del partido único: impone, en el mundo entero, un modo de vida que reproduce a los seres humanos como fotocopias del consumidor ejemplar.

El consumidor ejemplar es el hombre quieto. Esta civilización, que confunde la cantidad con la calidad, confunde la gordura con la buena alimentación. Según la revista científica The Lancet, en la última década la «obesidad severa» ha crecido casi un 30 % entre la población joven de los países más desarrollados. Entre los niños norteamericanos, la obesidad aumentó en un 40% en los últimos dieciséis años, según la investigación reciente del Centro de Ciencias de la Salud de la Universidad de Colorado. El país que inventó las comidas y bebidas light, los diet food y los alimentos fat free, tiene la mayor cantidad de gordos del mundo. El consumidor ejemplar sólo se baja del automóvil para trabajar y para mirar televisión. Sentado ante la pantalla chica, pasa cuatro horas diarias devorando comida de plástico.

Triunfa la basura disfrazada de comida: esta industria está conquistando los paladares del mundo y está haciendo trizas las tradiciones de la cocina local. Las costumbres del buen comer, que vienen de lejos, tienen, en algunos países, miles de años de refinamiento y diversidad, y son un patrimonio colectivo que de alguna manera está en los fogones de todos y no sólo en la mesa de los ricos. Esas tradiciones, esas señas de identidad cultural, esas fiestas de la vida, están siendo apabulladas, de manera fulminante, por la imposición del saber químico y único: la globalización de la hamburguesa, la dictadura de la fast food. La plastificación de la comida en escala mundial, obra de McDonald’s, Burger King y otras fábricas, viola exitosamente el derecho a la autodeterminación de la cocina: sagrado derecho, porque en la boca tiene el alma una de sus puertas.

El campeonato mundial de fútbol del 98 nos confirmó, entre otras cosas, que la tarjeta MasterCard tonifica los músculos, que la Coca-Cola brinda eterna juventud y que el menú de McDonald’s no puede faltar en la barriga de un buen atleta. El inmenso ejército de McDonald’s dispara hamburguesas a las bocas de los niños y de los adultos en el planeta entero. El doble arco de esa M sirvió de estandarte, durante la reciente conquista de los países del Este de Europa. Las colas ante el McDonald’s de Moscú, inaugurado en 1990 con bombos y platillos, simbolizaron la victoria de Occidente con tanta elocuencia como el desmoronamiento del Muro de Berlín.

Un signo de los tiempos: esta empresa, que encarna las virtudes del mundo libre, niega a sus empleados la libertad de afiliarse a ningún sindicato. McDonald’s viola, así, un derecho legalmente consagrado en los muchos países donde opera. En 1997, algunos trabajadores, miembros de eso que la empresa llama la Macfamilia, intentaron sindicalizarse en un restorán de Montreal en Canadá: el restorán cerró. Pero en el 98, otros empleados e McDonald’s, en una pequeña ciudad cercana a Vancouver, lograron esa conquista, digna de la Guía Guinness.

Las masas consumidoras reciben órdenes en un idioma universal: la publicidad ha logrado lo que el esperanto quiso y no pudo. Cualquiera entiende, en cualquier lugar, los mensajes que el televisor transmite. En el último cuarto de siglo, los gastos de publicidad se han duplicado en el mundo. Gracias a ellos, los niños pobres toman cada vez más Coca-Cola y cada vez menos leche, y el tiempo de ocio se va haciendo tiempo de consumo obligatorio. Tiempo libre, tiempo prisionero: las casas muy pobres no tienen cama, pero tienen televisor, y el televisor tiene la palabra. Comprado a plazos, ese animalito prueba la vocación democrática del progreso: a nadie escucha, pero habla para todos. Pobres y ricos conocen, así, las virtudes de los automóviles último modelo, y pobres y ricos se enteran de las ventajosas tasas de interés que tal o cual banco ofrece. Los expertos saben convertir a las mercancías en mágicos conjuntos contra la soledad. Las cosas tienen atributos humanos: acarician, acompañan, comprenden, ayudan, el perfume te besa y el auto es el amigo que nunca falla. La cultura del consumo ha hecho de la soledad el más lucrativo de los mercados. Los agujeros del pecho se llenan atiborrándolos de cosas, o soñando con hacerlo. Y las cosas no solamente pueden abrazar: ellas también pueden ser símbolos de ascenso social, salvoconductos para atravesar las aduanas de la sociedad de clases, llaves que abren las puertas prohibidas. Cuanto más exclusivas, mejor: las cosas te eligen y te salvan del anonimato multitudinario. La publicidad no informa sobre el producto que vende, o rara vez lo hace. Eso es lo de menos. Su función primordial consiste en compensar frustraciones y alimentar fantasías: ¿En quién quiere usted convertirse comprando esta loción de afeitar? El criminólogo Anthony Platt ha observado que los delitos de la calle no son solamente fruto de la pobreza extrema. También son fruto de la ética individualista. La obsesión social del éxito, dice Platt, incide decisivamente sobre la apropiación ilegal de las cosas. Yo siempre he escuchado decir que el dinero no produce la felicidad; pero cualquier televidente pobre tiene motivos de sobra para creer que el dinero produce algo tan parecido, que la diferencia es asunto de especialistas.

Según el historiador Eric Hobsbawm, el siglo XX puso fin a siete mil años de vida humana centrada en la agricultura desde que aparecieron los primeros cultivos, a fines del paleolítico. La población mundial se urbaniza, los campesinos se hacen ciudadanos. En América Latina tenemos campos sin nadie y enormes hormigueros urbanos: las mayores ciudades del mundo, y las más injustas. Expulsados por la agricultura moderna de exportación, y por la erosión de sus tierras, los campesinos invaden los suburbios. Ellos creen que Dios está en todas partes, pero por experiencia saben que atiene den las grandes urbes. Las ciudades prometen trabajo, prosperidad, un porvenir para los hijos. En los campos, los esperadores miran pasar la vida, y mueren bostezando; en las ciudades, la vida ocurre, y llama. Hacinados en tugurios, lo primero que descubren los recién llegados es que el trabajo falta y los brazos sobran, que nada es gratis y que los más caros artículos de lujo son el aire y el silencio. Mientras nacía el siglo XIV, fray Giordano da Rivalto pronunció en Florencia un elogio de las ciudades. Dijo que las ciudades crecían «porque la gente tiene el gusto de juntarse». Juntarse, encontrarse. Ahora, ¿quién se encuentra con quién? ¿Se encuentra la esperanza con la realidad? El deseo, ¿se encuentra con el mundo? Y la gente, ¿se encuentra con la gente? Si las relaciones humanas han sido reducidas a relaciones entre cosas, ¿cuánta gente se encuentra con las cosas? El mundo entero tiende a convertirse en una gran pantalla de televisión, donde las cosas se miran pero no se tocan. Las mercancías en oferta invaden y privatizan los espacios públicos. Las estaciones de autobuses y de trenes, que hasta hace poco eran espacios de encuentro entre personas, se están convirtiendo ahora en espacios de exhibición comercial.

El shopping center, o shopping mall, vidriera de todas las vidrieras, impone su presencia avasallante. Las multitudes acuden, en peregrinación, a este templo mayor de las misas del consumo. La mayoría de los devotos contempla, en éxtasis, las cosas que sus bolsillos no pueden pagar, mientras la minoría compradora se somete al bombardeo de la oferta incesante y extenuante. El gentío, que sube y baja por las escaleras mecánicas, viaja por el mundo: los maniquíes visten como en Milán o París y las máquinas suenan como en Chicago, y para ver y oír no es preciso pagar pasaje. Los turistas venidos de los pueblos del interior, o de las ciudades que aún no han merecido estas bendiciones de la felicidad moderna, posan para la foto, al pie de las marcas internacionales más famosas, como antes posaban al pie de la estatua del prócer en la plaza. Beatriz Solano ha observado que los habitantes de los barrios suburbanos acuden al center, al shopping center, como antes acudían al centro. El tradicional paseo del fin de semana al centro de la ciudad, tiende a ser sustituido por la excursión a estos centros urbanos. Lavados y planchados y peinados, vestidos con sus mejores galas, los visitantes vienen a una fiesta donde no son convidados, pero pueden ser mirones. Familias enteras emprenden el viaje en la cápsula espacial que recorre el universo del consumo, donde la estética del mercado ha diseñado un paisaje alucinante de modelos, marcas y etiquetas. La cultura del consumo, cultura de lo efímero, condena todo al desuso mediático. Todo cambia al ritmo vertiginoso de la moda, puesta al servicio de la necesidad de vender. Las cosas envejecen en un parpadeo, para ser reemplazadas por otras cosas de vida fugaz. Hoy que lo único que permanece es la inseguridad, las mercancías, fabricadas para no durar, resultan tan volátiles como el capital que las financia y el trabajo que las genera. El dinero vuela a la velocidad de la luz: ayer estaba allá, hoy está aquí, mañana quién sabe, y todo trabajador es un desempleado en potencia. Paradójicamente, los shoppings centers, reinos de la fugacidad, ofrecen la más exitosa ilusión de seguridad. Ellos resisten fuera del tiempo, sin edad y sin raíz, sin noche y sin día y sin memoria, y existen fuera del espacio, más allá de las turbulencias de la peligrosa realidad del mundo.

Los dueños del mundo usan al mundo como si fuera descartable: una mercancía de vida efímera, que se agota como se agotan, a poco de nacer, las imágenes que dispara la ametralladora de la televisión y las modas y los ídolos que la publicidad lanza, sin tregua, al mercado. Pero, ¿a qué otro mundo vamos a mudarnos? ¿Estamos todos obligados a creernos el cuento de que Dios ha vendido el planeta unas cuantas empresas, porque estando de mal humor decidió privatizar el universo? La sociedad de consumo es una trampa cazabobos. Los que tienen la manija simulan ignorarlo, pero cualquiera que tenga ojos en la cara puede ver que la gran mayoría de la gente consume poco, poquito y nada necesariamente, para garantizar la existencia de la poca naturaleza que nos queda. La injusticia social no es un error a corregir, ni un defecto a superar: es una necesidad esencial. No hay naturaleza capaz de alimentar a un shopping center del tamaño del planeta.

Montevideo, Uruguay

Sábado 8 de mayo de 2010

http://www.nodo50.org/El-imperio-del-consumo.html

Written by ciudadanojaviersanchez

May 9, 2010 at 18:19

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